¿Tú también estás recogiendo los pedazos?

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¿Tú también estás recogiendo los pedazos? - Las Cartas de Magie

Ana se arreglaba todos los días frente al espejo con la precisión de una cirujana emocional.
Corrector en las ojeras, base sobre el cansancio, y rímel para elevar lo que la tristeza intentaba pesar.
Nadie notaba que, además del rostro, maquillaba el alma.

Sabía sonreír a tiempo.
Sabía decir “estoy bien” sin pestañear.
Y sabía llorar en silencio, cuando nadie más estaba cerca… como en el baño.
Cuatro paredes. Una toalla de manos. Y una oración ahogada en la garganta.

No era una sola herida.
Era una colección de pequeñas fracturas que con los años se habían vuelto su normalidad.
Un “no” cuando necesitaba un “sí”.
Un abandono disfrazado de indiferencia.
Una traición que llegó cuando por fin había bajado la guardia.

Con el tiempo, dejó de pensar en quién era.
Y comenzó a definirse por lo que había vivido:
“la que fracasó”,
“la que fue traicionada”,
“la que no supo sostener lo que tenía”.

Hasta que un día, en medio de una charla cualquiera, escuchó una palabra extraña: Kintsugi.

—“Es una técnica japonesa”, dijo alguien.
—“Cuando algo se rompe, no se desecha. Se repara con oro. Las grietas no se esconden. Se rellenan con algo valioso.”

No supo por qué, pero sintió que le hablaron directamente a ella.
Como si alguien hubiera señalado las fisuras que había maquillado durante años.
Por dentro, algo se quebró… otra vez.
Pero esta vez no fue por debilidad.
Fue por revelación.

Ella era esa vasija.

Fracturada. Remendada con frases de autoayuda.
Cubierta con aprobación ajena.
Y aún así, frágil.
Había usado todo tipo de pegamentos: fuerza, religiosidad, buena conducta.
Pero ninguna de esas cosas era oro.

Porque solo hay una persona que sabe dónde poner el oro exacto.
Y no es un filósofo, ni un psicólogo, ni una buena amiga.

Es un Artista.
Un Maestro.

Jesús.

No el de los cuadros antiguos,
sino el que se arrodilla a la altura de tus ruinas.
El que ve belleza donde otros ven escombros.
El que no se asusta con los pedazos, sino que los recoge como quien encuentra un tesoro.

Él no le pidió a Ana que se arreglara.
No le dijo: “Oculta esto.”
Le dijo: “Dámelo.”

Y lo que hizo… fue arte.

Cada herida, Él la tocó.
No para desaparecerla, sino para llenarla.
Y con cada toque, entró el oro.
No de este mundo, sino de otro.
Ese oro invisible que se llama gracia.
Ese que brilla cuando se apagan las luces.
Ese que cuenta historias cuando ya no se necesitan palabras.

Ana todavía tiene marcas.
Pero ahora, no las esconde.
Las honra.

Porque esas cicatrices cuentan su historia.
Y lo más hermoso… es que ya no la definen.
Solo confirman que sobrevivió.

No, más que eso: que fue restaurada.

Ahora, cuando alguien pregunta quién es, no duda.
Se alista el cabello, toma aire, y responde:

—“Me llamo Ana.”
Una vasija que fue rota.
Pero que ahora…
brilla con oro.

Y aunque su historia parezca única,
en el fondo lo sabemos…

Todas hemos sido Ana.

¿Tú también estás recogiendo los pedazos?

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con amor y oraciones,
Magie de Cano





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