Tengo una cicatriz en la pierna que me acompaña desde que era niña. Me la hice jugando con mis hermanos, corriendo en el patio de casa, riéndonos tanto que me dolía el estómago. Ese día tropecé y me raspé con fuerza. Lloré, sí… pero también recuerdo que me levanté, y que aún con las rodillas sangrando, no dejé de reír.
Esa cicatriz no es fea para mí. De hecho, cada vez que la veo, sonrío. Me recuerda que hubo momentos simples, felices, y reales. Continuar Leyendo »